Nunca fue junio un mes fácil o agradable. En la etapa colegial que tanto refrescamos por estas fechas, los exámenes y las tardes calurosas colmaban nuestra adolescente paciencia. Se veía venir como un peligro y era un mes que se despedía con tufillo simpático con un casi ahí te quedas que yo no te quiero ni ver.

 

La suerte, el destino, la Providencia, ha querido que junio sea ---para el que esto escribe---, una continuación de aquellos pródromos veraniegos de la infancia si bien con tintes más drásticos. Otro año más he tenido que cambiar comida por cementerio, Sto Sepulcro por entierro común aunque los difuntos no fueran nada comunes. Hace dos años ambos padres me dejaban huérfanos y este junio repito orfandad, porque el difunto era para mí otro padre que me guió por el mundo de la amistad, la sinceridad, la entrega, la disposición, el cariño abierto, la lealtad a los demás. Como no podía ser menos, la amistad debutó en el mundo cofrade hace más de cuarenta años. Lo conocí soltero y lo perdí de abuelo, el primer encuentro fue frente al Stmo Cristo de los Milagros y nuestra insospechada despedida bajo los varales de la Dolorosa de Servitas, de manera brusca sin intuir que mi eterno amigo Rafael Pérez-Cea tenía final como todo el mundo.

 

La referencia que tengo de la comida es la de otro año más de éxito. Gracias al esfuerzo encomiable, envidiable e inigualable de Manolo Jiménez y Carlos Franquelo la cada vez más fructífera unión San Agustín -Los Olivos es un hecho irrevocable.

 

Compañeros, deseadme suerte para que el año próximo pueda veros con más gloria que pena, pues aunque mis junios acumulan ya muchos difuntos es mi mayor deseo acompañaros el año próximo en la dura tarea de hacer la digestión una tarde de casi verano a los pies de la Alcazaba.

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Cristóbal Moya-Angeler (Málaga)